Este post es el tercero de una serie de cinco que he publicado previamente en mi blog personal en Blogger, Pitufox27, con algunas reflexiones (muy personales y siempre en clave de humor) sobre la ciencia.
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Mi joven rechazo a los sectarismos, idolatrías y demás lamidas de culo asociadas al mundo de las Artes y las Letras se vió claramente influenciado por el contraste que yo percibía con las áreas científicas. Por supuesto, la condición humana es inherente a todos y, por lo tanto, dentro del mundo científico también existían personalismos, cultos a la autoridad establecida y mucho, muchísimo peloteo por parte de los subordinados hacia el Gran Jefe que Todo lo Sabe.
Con los años, ya en la Universidad, descubrí que el ego de muchos profesores, catedráticos, ... etc, no tenía nada que envidiar al de los críticos literarios, prohombres de las Letras, artistas galácticos y demás fauna que habita en los ecosistemas de las galerías de arte, Ministerios de Cultura y subvenciones por la jeta. Nunca se me olvidarán las carcajadas con que mis compañeros de Facultad contaban la última que había protagonizado el adjunto del Departamento de ... (bueno, tampoco hace falta que diga de qué departamento era, ¿no?) cuando, en un baile organizado por la Facultad para celebrar la festividad de San Alberto Magno, tras trasegar el sexto whisky, se iba colgando del hombro de todo el que caía en sus redes para contarle al oído que él había nacido dos días después de la muerte de Albert Einstein.
Pero, con sus servidumbres y defectos, a mí la Ciencia siempre se me ha antojado una verdadera fuente de conocimiento. Se puede obstaculizar el avance de una idea que parece romper con todo lo que se da por sentado. Se pueden defender ideas descabelladas. Se puede mentir, tanto de forma consciente, como inconsciente. Pero al final, la Verdad, siempre acaba triunfando. Una teoría científica quedará más tarde o temprano arrinconada si existen evidencias objetivas que demuestran su no validez. No se quema a nadie que presente las nuevas evidencias, no se lo tacha de hereje ni se lo excomulga...
Y al revés también sucede. Una de las teorías científicas que presenta una mayor concordancia entre sus predicciones y los valores experimentales es la Teoría Cuántica. Su origen está en una idea que se le ocurrió al físico alemán Max Planck para justificar el extraño comportamiento que tenía la radiación emitida por un cuerpo negro. Este tipo de cuerpo es un objeto teórico ideado para estudiar la emisión de radiación electromagnética. A finales del siglo XIX, la teoría clásica que se aceptaba en ese momento predecía un comportamiento que no se ajustaba al observado en la realidad. Planck, a modo de ejercicio mental, ideó un modelo teórico que justificaba las observaciones experimentales. Al publicarlo, él mismo escribía que su hipótesis tenía que ser falsa ya que introducía un concepto revolucionario (la cuantización de la energía) que chocaba con el Universo imaginado hasta la fecha, heredero de la Mecánica de Newton y, si nos remontamos a los orígenes más antiguos, basado en la concepción aristotélica y/o euclidiana del mundo.
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Pero su trabajo fué seguido por otros físicos que vieron en su hipótesis una nueva forma de interpretar fenómenos que no se podían explicar en el marco de la física clásica. Albert Einstein aplicaría el concepto de cuanto de energía para explicar el, hasta entonces, anómalo efecto fotoeléctrico. La Teoría Cuántica empezaba así una carrera llena de éxitos que la convertiría en la piedra angular de buena parte de los avances en la Física del siglo XX.
Pero la grandeza de la Ciencia y del método científico radica en que no hay nada intocable. Más tarde o temprano puede aparecer una nueva interpretación del Universo que permita explicar fenómenos que la Teoría Cuántica no pueda. Y en ese momento, se adecuará nuestra visión del mundo para incorporar los nuevos descubrimientos. Un científico es alguien que ha de trabajar suponiendo como válidas ideas que sabe que pueden ser falsas. Un científico sabe que no existe la VERDAD absoluta.
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